Cal Newport es un autor que he
citado varias veces en este blog, especialmente su libro “Deep work” o “Enfócate”
en su traducción al castellano. También he comentado “Hazlo
tan bien que no puedan ignorarte” y “Un
mundo sin e-mail”. En cada nuevo libro Newport profundiza sobre un conjunto
relativamente estable de ideas que ha ido desarrollando a lo largo de los años.
Lo que me resulta interesante en
su trabajo es la invitación permanente a centrarse en lo verdaderamente
importante y a no perderse en la superficialidad ni en la multitarea, que
pueden resultar entretenidas en el corto plazo, pero carentes de significado en
el largo. También es valiosa su insistencia en desarrollar estrategias
concretas para concentrarse: no basta declararlo; hay que llevarlo a la
práctica día a día.
Por eso que me pareció necesario comentar
su último trabajo “Slow productivity” publicado el 2024. En él hace una
pregunta que resuena con quienes reflexionamos sobre el sentido del trabajo:
¿qué significa producir bien en un mundo que nos exige producir todo el tiempo?
El libro propone una mirada profunda y humana, que reencanta el acto de
trabajar al devolverle significado y sentido.
Newport critica la
pseudoproductividad, una de las trampas más extendidas del trabajo
contemporáneo: la ilusión de estar avanzando solo porque estamos en movimiento.
Se expresa en la acumulación incesante de tareas visibles, en la obligación
tácita de responder de inmediato, en la urgencia perpetua que confunde
actividad con aporte. Bajo esta lógica, lo que importa no es la calidad del
pensamiento ni la profundidad de lo producido, sino la apariencia de ocupación.
La pseudoproductividad instala así una paradoja: mientras más nos esforzamos
por demostrar que estamos “haciendo cosas”, menos espacio dejamos para el
trabajo que realmente requiere concentración, juicio y creatividad.
La obsesión contemporánea con la
productividad ha terminado por distorsionar la relación que tenemos con el
trabajo y con nosotros mismos. Bajo su influjo, todo debe ser optimizado,
medido y acelerado, como si la vida fuera un proyecto industrial y no una
experiencia humana compleja. Esta fijación nos lleva a evaluar nuestro valor
personal por la cantidad de actividades realizadas, transformando el tiempo en
una carrera interminable y vaciando de sentido lo que hacemos. En este marco,
la eficiencia se vuelve un fin en sí mismo y no un medio, y se sacrifica la
calidad, el bienestar y hasta la creatividad para sostener la apariencia de
rendimiento constante. El resultado no es mayor realización, sino una forma
renovada de alienación: trabajamos más, pero pensamos menos; avanzamos más
rápido, pero comprendemos menos lo que estamos haciendo; producimos más, pero
nos sentimos más lejos de aquello que nos importa.
La idea central del libro es que
el trabajo intelectual necesita otra relación con el tiempo. No se trata de
hacer menos por flojera o desidia ni de esconderse de las responsabilidades,
sino de reconocer que la profundidad requiere respiro y tranquilidad, que el
pensamiento necesita espacio y que la creatividad se despliega cuando el ritmo
acompasa la naturaleza humana.
Newport denomina a esta
alternativa “productividad lenta”, no como sinónimo de pasividad, sino como una
invitación a poner cada cosa en su lugar. Lo lento aquí es una disposición
interna que privilegia el foco por sobre la dispersión y la solidez por sobre
la prisa.
En este punto, el autor conecta
con el movimiento por la lentitud iniciado en Europa a propósito de la comida
lenta y otras “lentitudes” como las ciudades lentas. Hace un tiempo atrás comenté
en este blog el libro de Carl Honoré, Elogio
de la lentitud, donde propone que desacelerar no es retroceder, sino
recuperar la sensatez en un mundo que ha confundido velocidad con valor. Su
trabajo invita a releer el tiempo como un recurso que no debe ser exprimido y
denuncia cómo la aceleración crónica empobrece nuestras capacidades de
atención, disfrute y profundidad. Honoré sostiene que un ritmo más humano permite
reconectar con la calidad de nuestras experiencias y decisiones. En su visión,
la lentitud no es una técnica, sino una filosofía que restituye equilibrio a la
vida y que cuestiona la lógica productivista que domina las organizaciones y la
cultura contemporánea.
A propósito de lentitud y tiempo,
me acordé de otro libro que he comentado en este blog, "Cuatro
mil semanas: Gestión del tiempo para mortales" de Oliver Burkeman,
donde se resalta que una vida humana promedio de 80 años suma aproximadamente
4,000 semanas, un número sorprendentemente pequeño que obliga a priorizar y
aceptar la finitud, dejando de lado la ilusión de "hacerlo todo" para
enfocarse en lo esencial y construir una vida con sentido, desafiando la
productividad obsesiva.
La propuesta de Newport parte de
un diagnóstico claro: los trabajadores del conocimiento están sometidos a una
visibilidad constante de sus tareas. El resultado es una agenda que se llena
sin criterio, un estado permanente de tensión y una sensación de fragmentación
que impide desplegar el verdadero potencial del trabajo profundo.
Para trabajar de un modo más
lento y, paradójicamente, más productivo, Newport propone tres principios y
algunas recomendaciones.
Primer principio: Hacer menos.
Significa aceptar que no podemos, ni es conveniente mantener demasiados frentes
abiertos. La dispersión cognitiva es enemiga del juicio, y Newport sugiere que
la madurez profesional requiere distinguir lo esencial de lo accesorio. Hacer
menos no es retraerse, sino ordenar. Es liberar carga inútil para que lo
importante pueda florecer. Para el autor este ajuste no solo mejora la calidad
del trabajo, sino que también restituye la serenidad necesaria para pensar con
claridad.
Segundo principio: Trabajar al
propio ritmo natural. Newport recuerda que el trabajo intelectual no opera
bien bajo la lógica de la estandarización mecánica. Cada persona, cada proceso
y cada etapa requieren un tempo distinto, y forzar un ritmo único genera
desgaste y pérdida de profundidad. Este
principio recupera la idea de una relación orgánica con la tarea: trabajar al
ritmo que la mente puede sostener, no al que la cultura laboral impone, permitiendo
que la energía se movilice sin fricción. Newport no lo plantea como
indulgencia, sino como disciplina: una disciplina que cuida el proceso para
honrar mejor el resultado.
Tercer principio: Obsesionarse
con la calidad. En su libro, el autor sostiene que la razón última del
trabajo del conocimiento no es la cantidad, sino el valor que aporta. La
calidad no aparece por accidente ya que requiere tiempo, silencio interior y un
compromiso profundo con la propia obra. La obsesión que propone no es perfeccionismo,
sino una ética del oficio que implica elevar el estándar interno, decidir que
cada entrega tenga sentido y evitar la tentación de sacrificar profundidad en
nombre de la visibilidad inmediata. La calidad, en esta lectura, es un acto de
responsabilidad. Es reconocer que nuestro trabajo tiene consecuencias, que
nutre conversaciones, decisiones y experiencias. La productividad lenta quiere
preservar ese impacto, no diluirlo en una avalancha de tareas menores.
Conclusión:
Es posible que slow productivity
no sea para todo el mundo, especialmente para quienes realizan trabajos
contingentes, que requieren la solución inmediata de problemas o la realización
de procedimientos rutinarios de poco valor creativo. También es posible que
tampoco sea un modelo para quienes valoran trabajar en varias tareas al mismo
tiempo o se desenvuelven en ambientes laborales donde ir lento y reflexivo sea
mal visto y se prefiera actuar de manera frenética y ruidosa. Tampoco puede ser
para quienes no son autónomos en la determinación de sus cargas de trabajo y no
les queda más que andar al ritmo que dictan otros.
Pero, para quienes realizan trabajo
creativo, profundo, con autonomía y con interés en producir obras de valor en
el largo plazo es un modelo bonito, bien inspirado y optimista con el aporte
que hacemos los seres humanos.








