Conversando con una persona con
la que estamos realizando un proceso de coaching, llegamos al tema de la
velocidad en distintas dimensiones: en la vida, en el trabajo, en el
alimentarse, hasta en el sexo, en definitiva, la velocidad en la vida. La
conclusión a la que arribamos es la necesidad de aprender a graduar la
velocidad, a veces, en algunas actividades más rápido y, a veces, en otras
situaciones, más lento. En vez de dejar que el entorno determine la velocidad
con qué vivimos, ser capaces de elegir el ritmo para cada actividad.
Como me suele pasar luego de muchas
conversaciones, me acordé de dos libros, por un lado, un libro que hemos
comentado en este blog que se llama “La era
de la velocidad” de Vince Poscente y “Elogio de la lentitud” de
Carl Honoré, que tengo hace mucho rato en mis pendientes y que me he dedicado
esta semana a leer.
El autor cuestiona nuestra conducta
obsesiva de querer hacerlo todo más rápido. ¿por qué todo tiene que ser más rápido?,
y por supuesto la respuesta es que sin duda hay cosas que nos pueden venir bien
que sean más rápidas o al menos que no sean más lentas, pero hay otras
actividades en que correr no siempre es la mejor manera de actuar. Por ello
sostiene que “a medida que nos apresuramos por la vida, cargando con más cosas
hora tras hora, nos estiramos como una goma elástica hacia el punto de ruptura”
El argumento es que ciertas cosas
no pueden o no deberían acelerarse, requieren tiempo, necesitan hacerse lentamente.
Por eso “cuando aceleras cosas que no deberían acelerarse, cuando olvidas cómo
ir más lentamente, tienes que pagar un precio”.
A medida que voy leyendo el
trabajo pienso en algunos ámbitos en los que me hace mucho sentido lo planteado
por el autor, por ejemplo, la alimentación. Como le pasa a mucha gente, tengo
la costumbre de comer rápido y me he preguntado cuan bien me haría alimentarme
más lento.
Otro ámbito donde la lentitud
puede ser muy provechosa es en la vida familiar. A veces nos pasa en casa que
almorzamos todos rápido y uno de mis hijos lo hace notar con lo cual bajamos el
ritmo y conversamos, compartimos más como familia, lo que nos da la gran
oportunidad de escucharnos unos a otros y disfrutar la vida en conjunto.
Se me ocurre que la educación también
puede ser un espacio que se beneficie con una mejor graduación de la velocidad.
Por supuesto que, sin perder ritmo ni pedagogía, hay aprendizajes que tienen
que hacerse lentos, que requieren sedimentación, por lo que tienen que hacerse
de a poco paulatinamente. Al respecto hay muchas profesiones que no se pueden
adquirir en un par de horas, sino que necesitan meses o años y parte del
aprendizaje, precisamente, es saber pasar por etapas de aprendiz para llegar a
un nivel de seniority.
Incluyo también como espacio
lento las relaciones, hay relaciones como la pareja o la amistad que se forman
lentamente, que requieren profundidad, conocimiento, historia y que, por lo
tanto, no pueden construirse de un día para otro, necesitan mucho tiempo.
Y, como este es un blog enfocado
en la gestión de personas, el liderazgo y el mundo laboral, nos queda el ámbito
del trabajo. Hay tareas rutinarias, de poco valor que mientras más se
automaticen y más rápido se hagan mejor, “no hay tiempo que perder”. Pero, hay
otras tareas que requieren reflexión, análisis y que al hacerse de manera rápida
pueden significar que se hagan mal y que, por lo tanto, tengan que hacerse de
nuevo. Esto me recuerda un libro que habla de este tema desde una perspectiva
parecida, el trabajo de Cal Newport, “Enfócate”,
donde critica el trabajo superficial y el multitask, abogando por el trabajo
profundo, concentrado, en distintas formas y modalidades.
Finalmente, hay espacios de la
vida donde lo importante es la contemplación y el disfrute, donde hacer las
cosas lentas, observar, conectarse, estar ahí es lo crucial y al apurarse
pierden todo su encanto. Ahora que en Chile estamos en febrero, con vacaciones,
que el verano vaya lento es la oportunidad de disfrutar, de gozar una tarde de
piscina, una mañana de levantarse tarde, una conversación con la familia, una
caminata por cualquier parte.
Como dicen que decía Napoléon “vísteme
despacio que tengo prisa”, el libro es una invitación a ser más conscientes de
la velocidad con que vivimos, a mantener el ritmo en ciertos espacios y lugares
y a ralentizarlo en otros momentos, para que seamos dueños de nuestro tiempo y
no víctimas pasivas de la velocidad fijada por otros.