El otro día choqué. Bueno, en
realidad no fue un gran choque: más bien un toponcito, como decimos en Chile. Y
la culpa fue completamente mía. Me detuve en un disco pare, miré hacia un lado,
pero no miré hacia el otro. Del lado que sí miré no venía nadie; del lado que
no miré venía un auto. Sentí el golpe y me sorprendí, me asusté. Claro, había
chocado un auto que, simplemente, no vi.
La persona que manejaba, un
joven, se bajó indignado. No hacía más que retarme: que cómo no lo había visto,
que cómo podía haber chocado. Tenía razón: no lo vi. Así que le dije: “Deje de
retarme y veamos cómo solucionamos esto; dígame cuánto cree que cuesta el
arreglo”. Me siguió retando. Volví a insistir: “Sí, tiene toda la razón. Yo
tengo la culpa. Fui imprudente, fue un momento de pajaroneo. Asumo. Dígame
cuánto cree que cuesta el arreglo”. Me dijo una cifra —un 20% de lo que yo
pensaba que me iba a pedir—, se la transferí en el acto y seguimos nuestros
caminos.
El “yo de muchos años atrás”
probablemente se habría enojado, habría negado responsabilidad, habría porfiado
en esperar a Carabineros. Me sorprendió lo tranquilo que estuve y cómo me
enfoqué en resolver el problema y aprender que debo andar más concentrado,
menos en piloto automático y, al menos en esa esquina, mirar hacia ambos lados.
Traigo esta anécdota porque me
sirve para comentar el libro de Julia Galef, “La mentalidad del explorador”,
donde invita a no creernos tanto nuestros propios cuentos y a desarrollar una
mentalidad más orientada al aprendizaje, al reconocimiento de errores y al
cuestionamiento de nuestros sesgos de confirmación, especialmente cuando
nuestras creencias demuestran una y otra vez que no funcionan o no nos llevan a
donde queremos ir.
Como dice Rafael
Echeverría en La ontología del lenguaje, los seres humanos vivimos en
mundos interpretativos. No habitamos el mundo “tal cual es”, sino el mundo que
nuestras conversaciones construyen. Y la mentalidad desde la que interpretamos
lo que ocurre define el tipo de conversación que podemos tener con nosotros
mismos y con los demás. Esto me recuerda los trabajos de Carol
Dweck sobre mentalidad fija y mentalidad de crecimiento, como esa sola
creencia nos para de maneras tan distintas en la vida.
Julia Galef distingue dos
mentalidades respecto de las creencias: la mentalidad del soldado y la
mentalidad del explorador.
La mentalidad del soldado aparece
cuando sentimos que hay algo que defender: una creencia, una identidad, una
explicación del mundo. En ese modo, nuestra energía se orienta a proteger lo
que ya pensamos. Buscamos confirmaciones, rechazamos lo que incomoda, operamos
desde el miedo a perder la razón. Es un estado mental eficiente para cerrar
filas, pero pobre para aprender.
En los equipos y organizaciones,
sin darnos cuenta, solemos operar desde esta mentalidad soldadesca: defendiendo
posiciones, justificando errores, blindándonos frente al cambio. La mentalidad
del soldado encoge la imaginación. La he visto tantas veces en mi experiencia
como consultor, cuando hay “un elefante en la vidriería” y todos hacen como que
nada pasara… hasta que la crisis se desata.
Ahora bien, el libro plantea algo
muy lúcido: no usamos la mentalidad del soldado solo por terquedad o ego; la
usamos porque cumple funciones emocionales y sociales muy profundas.
En lo emocional, nos da confort,
porque evita que enfrentemos emociones desagradables; sostiene nuestra
autoestima y hasta nuestra moral, porque convencernos de algo puede servir para
mantenernos motivados.
En lo social, cumple roles igual
de importantes: nos ayuda en la persuasión (convencernos para poder convencer a
otros), cuida nuestra imagen (creencias que hacen que los otros nos vean de
cierta manera) y nos ofrece pertenencia, porque ciertas creencias nos adaptan y
nos incluyen en un grupo.
Desde esta mirada, el “soldado”
no protege sólo creencias: protege cosas valiosas, como nuestro lugar en el
mundo, nuestro rol, nuestra identidad. Pero esa protección tiene un costo:
distorsiona el juicio, reduce la lucidez y nos vuelve menos capaces de ver lo
que realmente está pasando.
A esto se suma algo que Galef
explica de manera muy gráfica: el “forzamiento” del cerebro, lo que en
psicología se llama razonamiento motivado. Igual que un mago te hace “elegir”
la carta que él quería, nuestra mente nos hace sentir que somos objetivos
mientras acomoda nuestros juicios a lo que nos conviene creer. Estos son los sesgos que tan bien describe
Daniel Kahneman en sus trabajos.
Para enfrentar este autoengaño,
el libro propone cinco tests prácticos, pequeños experimentos mentales que
desacoplan la emoción del análisis:
Doble estándar: ¿Juzgarías
igual si la persona fueras tú o alguien de tu grupo?
Advenedizo (outsider): ¿Qué
haría alguien nuevo, sin historia ni lealtades, en tu lugar?
Conformidad: ¿Seguirías
pensando lo mismo si tu referente cambiara de opinión?
Escéptico selectivo: ¿Serías
igual de crítico si la evidencia te favoreciera (o no)?
Sesgo situacional / statu quo:
Si tu situación actual no fuese la dada, ¿la elegirías de nuevo?
Estos tests no revelan “la
verdad”, ni dictan decisiones correctas. Lo que hacen es mostrarnos cómo
nuestros motivos sesgan nuestros criterios. Nos permiten ver si un juicio
cambia por razones relevantes… o por detalles irrelevantes. Y cuando eso
ocurre, se desinfla la ilusión de objetividad: nuestras opiniones dejan de
sentirse como un destino y pasan a ser un punto de partida. Desde ahí podemos
ajustar el mapa con más honestidad.
En contraste, surge la mentalidad
del explorador, que no vive para “tener la razón”, sino para entender mejor. El
explorador no necesita un mapa perfecto: necesita uno útil. No se aferra a sus
explicaciones: las deja evolucionar. Para mí, esta mentalidad conecta
profundamente con la idea de que el liderazgo está relacionado con el
aprendizaje, con la capacidad de abrir conversaciones más que cerrarlas.
Lo que activa la exploración no
es la certeza, dice el libro, sino la curiosidad. Y la curiosidad es, en el
fondo, una forma de confianza: confiar en que mirar de nuevo vale la pena,
aunque implique revisar nuestras certezas; confiar en que podemos cambiar de
opinión sin perder dignidad; confiar en que el mundo es más amplio que nuestras
primeras interpretaciones.
Para la autora, la confusión —ese
estado tan temido por la mentalidad del soldado— es territorio fértil para el
explorador. La confusión indica que el mapa que usamos ya no sirve. El
explorador no la combate: la escucha. Permite que la realidad lo corrija. Deja
espacio para que emerja una explicación distinta.
Me gusta mucho esta idea de la
confusión cuando la realidad no cuadra con lo esperado, porque suelo ver lo
contrario: personas que insisten en que es la realidad la que está equivocada,
aunque sus ideas no funcionen, estén obsoletas o no conduzcan a resultados.
Un aporte central del libro es
que la exploración requiere actualizar nuestros mapas mentales con mayor
frecuencia. Lo que nos impide hacerlo no es falta de información, sino nuestro
vínculo emocional con las creencias antiguas. El soldado se enamora de sus
mapas; el explorador se enamora del acto de mapear.
El explorador distingue entre lo
que observa y las historias que se cuenta. Esa distinción es profundamente
ontológica: nuestras explicaciones no son los hechos. Esta claridad permite
conversaciones más limpias, menos defensivas. Cuando un equipo habla desde
observaciones y juicios fundados, la coordinación mejora y las posibilidades de
innovación se multiplican.
Finalmente, el libro invita a
abrazar la incertidumbre como parte constitutiva de la vida. La mentalidad del
explorador no promete seguridad, pero sí crecimiento. Conecta con la
disposición al aprendizaje y con la apertura a asombrarse ante el misterio de
la vida.
Y quizás ahí está la invitación
profunda del libro: recordar que vivir es moverse en incertidumbre. Que la
seguridad no siempre es posible, pero el aprendizaje. Que el mundo es demasiado
amplio como para quedarnos pegados en la primera interpretación que hacemos de
él. Y que, a veces, basta un pequeño choque para recordarnos que siempre
podemos mirar de nuevo.







