jueves, 13 de noviembre de 2025

La mentalidad del explorador por Julia Galef

 


El otro día choqué. Bueno, en realidad no fue un gran choque: más bien un toponcito, como decimos en Chile. Y la culpa fue completamente mía. Me detuve en un disco pare, miré hacia un lado, pero no miré hacia el otro. Del lado que sí miré no venía nadie; del lado que no miré venía un auto. Sentí el golpe y me sorprendí, me asusté. Claro, había chocado un auto que, simplemente, no vi.

La persona que manejaba, un joven, se bajó indignado. No hacía más que retarme: que cómo no lo había visto, que cómo podía haber chocado. Tenía razón: no lo vi. Así que le dije: “Deje de retarme y veamos cómo solucionamos esto; dígame cuánto cree que cuesta el arreglo”. Me siguió retando. Volví a insistir: “Sí, tiene toda la razón. Yo tengo la culpa. Fui imprudente, fue un momento de pajaroneo. Asumo. Dígame cuánto cree que cuesta el arreglo”. Me dijo una cifra —un 20% de lo que yo pensaba que me iba a pedir—, se la transferí en el acto y seguimos nuestros caminos.

El “yo de muchos años atrás” probablemente se habría enojado, habría negado responsabilidad, habría porfiado en esperar a Carabineros. Me sorprendió lo tranquilo que estuve y cómo me enfoqué en resolver el problema y aprender que debo andar más concentrado, menos en piloto automático y, al menos en esa esquina, mirar hacia ambos lados.

Traigo esta anécdota porque me sirve para comentar el libro de Julia Galef, “La mentalidad del explorador”, donde invita a no creernos tanto nuestros propios cuentos y a desarrollar una mentalidad más orientada al aprendizaje, al reconocimiento de errores y al cuestionamiento de nuestros sesgos de confirmación, especialmente cuando nuestras creencias demuestran una y otra vez que no funcionan o no nos llevan a donde queremos ir.

Como dice Rafael Echeverría en La ontología del lenguaje, los seres humanos vivimos en mundos interpretativos. No habitamos el mundo “tal cual es”, sino el mundo que nuestras conversaciones construyen. Y la mentalidad desde la que interpretamos lo que ocurre define el tipo de conversación que podemos tener con nosotros mismos y con los demás. Esto me recuerda los trabajos de Carol Dweck sobre mentalidad fija y mentalidad de crecimiento, como esa sola creencia nos para de maneras tan distintas en la vida.

Julia Galef distingue dos mentalidades respecto de las creencias: la mentalidad del soldado y la mentalidad del explorador.

La mentalidad del soldado aparece cuando sentimos que hay algo que defender: una creencia, una identidad, una explicación del mundo. En ese modo, nuestra energía se orienta a proteger lo que ya pensamos. Buscamos confirmaciones, rechazamos lo que incomoda, operamos desde el miedo a perder la razón. Es un estado mental eficiente para cerrar filas, pero pobre para aprender.

En los equipos y organizaciones, sin darnos cuenta, solemos operar desde esta mentalidad soldadesca: defendiendo posiciones, justificando errores, blindándonos frente al cambio. La mentalidad del soldado encoge la imaginación. La he visto tantas veces en mi experiencia como consultor, cuando hay “un elefante en la vidriería” y todos hacen como que nada pasara… hasta que la crisis se desata.

Ahora bien, el libro plantea algo muy lúcido: no usamos la mentalidad del soldado solo por terquedad o ego; la usamos porque cumple funciones emocionales y sociales muy profundas.

En lo emocional, nos da confort, porque evita que enfrentemos emociones desagradables; sostiene nuestra autoestima y hasta nuestra moral, porque convencernos de algo puede servir para mantenernos motivados.

En lo social, cumple roles igual de importantes: nos ayuda en la persuasión (convencernos para poder convencer a otros), cuida nuestra imagen (creencias que hacen que los otros nos vean de cierta manera) y nos ofrece pertenencia, porque ciertas creencias nos adaptan y nos incluyen en un grupo.

Desde esta mirada, el “soldado” no protege sólo creencias: protege cosas valiosas, como nuestro lugar en el mundo, nuestro rol, nuestra identidad. Pero esa protección tiene un costo: distorsiona el juicio, reduce la lucidez y nos vuelve menos capaces de ver lo que realmente está pasando.

A esto se suma algo que Galef explica de manera muy gráfica: el “forzamiento” del cerebro, lo que en psicología se llama razonamiento motivado. Igual que un mago te hace “elegir” la carta que él quería, nuestra mente nos hace sentir que somos objetivos mientras acomoda nuestros juicios a lo que nos conviene creer.  Estos son los sesgos que tan bien describe Daniel Kahneman en sus trabajos.

Para enfrentar este autoengaño, el libro propone cinco tests prácticos, pequeños experimentos mentales que desacoplan la emoción del análisis:

Doble estándar: ¿Juzgarías igual si la persona fueras tú o alguien de tu grupo?

Advenedizo (outsider): ¿Qué haría alguien nuevo, sin historia ni lealtades, en tu lugar?

Conformidad: ¿Seguirías pensando lo mismo si tu referente cambiara de opinión?

Escéptico selectivo: ¿Serías igual de crítico si la evidencia te favoreciera (o no)?

Sesgo situacional / statu quo: Si tu situación actual no fuese la dada, ¿la elegirías de nuevo?

Estos tests no revelan “la verdad”, ni dictan decisiones correctas. Lo que hacen es mostrarnos cómo nuestros motivos sesgan nuestros criterios. Nos permiten ver si un juicio cambia por razones relevantes… o por detalles irrelevantes. Y cuando eso ocurre, se desinfla la ilusión de objetividad: nuestras opiniones dejan de sentirse como un destino y pasan a ser un punto de partida. Desde ahí podemos ajustar el mapa con más honestidad.

En contraste, surge la mentalidad del explorador, que no vive para “tener la razón”, sino para entender mejor. El explorador no necesita un mapa perfecto: necesita uno útil. No se aferra a sus explicaciones: las deja evolucionar. Para mí, esta mentalidad conecta profundamente con la idea de que el liderazgo está relacionado con el aprendizaje, con la capacidad de abrir conversaciones más que cerrarlas.

Lo que activa la exploración no es la certeza, dice el libro, sino la curiosidad. Y la curiosidad es, en el fondo, una forma de confianza: confiar en que mirar de nuevo vale la pena, aunque implique revisar nuestras certezas; confiar en que podemos cambiar de opinión sin perder dignidad; confiar en que el mundo es más amplio que nuestras primeras interpretaciones.

Para la autora, la confusión —ese estado tan temido por la mentalidad del soldado— es territorio fértil para el explorador. La confusión indica que el mapa que usamos ya no sirve. El explorador no la combate: la escucha. Permite que la realidad lo corrija. Deja espacio para que emerja una explicación distinta.

Me gusta mucho esta idea de la confusión cuando la realidad no cuadra con lo esperado, porque suelo ver lo contrario: personas que insisten en que es la realidad la que está equivocada, aunque sus ideas no funcionen, estén obsoletas o no conduzcan a resultados.

Un aporte central del libro es que la exploración requiere actualizar nuestros mapas mentales con mayor frecuencia. Lo que nos impide hacerlo no es falta de información, sino nuestro vínculo emocional con las creencias antiguas. El soldado se enamora de sus mapas; el explorador se enamora del acto de mapear.

El explorador distingue entre lo que observa y las historias que se cuenta. Esa distinción es profundamente ontológica: nuestras explicaciones no son los hechos. Esta claridad permite conversaciones más limpias, menos defensivas. Cuando un equipo habla desde observaciones y juicios fundados, la coordinación mejora y las posibilidades de innovación se multiplican.

Finalmente, el libro invita a abrazar la incertidumbre como parte constitutiva de la vida. La mentalidad del explorador no promete seguridad, pero sí crecimiento. Conecta con la disposición al aprendizaje y con la apertura a asombrarse ante el misterio de la vida.

Y quizás ahí está la invitación profunda del libro: recordar que vivir es moverse en incertidumbre. Que la seguridad no siempre es posible, pero el aprendizaje. Que el mundo es demasiado amplio como para quedarnos pegados en la primera interpretación que hacemos de él. Y que, a veces, basta un pequeño choque para recordarnos que siempre podemos mirar de nuevo.

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