Estoy participando en un proyecto
muy interesante con la Facultad de Medicina de la Universidad Católica del
Norte, en Coquimbo, donde formo parte, como consultor, de una comisión
encargada de acompañar la elección de un nuevo decano y de reflexionar estratégicamente
sobre el futuro de la Facultad. Una de las inquietudes de la comisión era crear un espacio de participación con
académicos(as) y funcionarios(as) para conversar sobre estos temas, abrir
posibilidades, generar un estado de ánimo positivo y escuchar sus inquietudes.
La tradición universitaria era
realizar algún tipo de asamblea, pero suele ocurrir en dichas instancias que
algunas personas acaparan la palabra —sobre todo quienes tienen más poder— o se
producen debates entre pocos participantes, mientras el resto escucha en
silencio y participa poco.
Por ello, propuse innovar
realizando un World Café, técnica que aprendí participando en The
Art of Hosting. El resultado fue todo un éxito: más de cuarenta
participantes, seis mesas de trabajo —cada una con su propia pregunta—, una
“cosecha” abundante de ideas y, sobre todo, una señal clara para la Facultad de
que es posible conversar y crear un futuro común.
Esta experiencia me recordó el libro de Amalio Rey, El libro de la inteligencia colectiva, donde se ofrece una mirada sugerente sobre cómo los grupos pueden producir sabiduría colectiva y, lamentablemente a veces, también “tontera colectiva”.
Según Rey, la inteligencia colectiva no es simplemente la suma de las
capacidades individuales, sino una cualidad emergente que depende de cómo se
estructura y dinamiza la interacción entre las personas. No basta con reunir
gente talentosa; lo que importa es cómo se relacionan, cómo toman decisiones y
cómo construyen sentido en conjunto.
En este punto resuenan también
las ideas de Peter Senge en La quinta disciplina, cuando habla del “aprendizaje
en equipo”: no basta con reunir a personas capaces, sino que es necesario crear
un modo de trabajo que transforme ese talento en aprendizaje y desempeño
colectivo.
Al comienzo, Rey desmitifica la
noción de que el trabajo colaborativo es espontáneamente eficaz. Sostiene que,
al igual que en una orquesta, la armonía colectiva requiere una partitura, una
dirección consciente y reglas compartidas. Pensar juntos exige intención,
estructura y cultura.
Esto conecta directamente con la
experiencia vivida en la Universidad: creamos un contexto, una invitación a
reunirse a conversar, seis mesas con una pregunta cada una y un anfitrión por
mesa —alguien del propio grupo—, con una regla fundamental: lo que importa no
es la polémica ni quién “gana”, sino la apertura de posibilidades.
En el segundo capítulo, Rey
introduce una noción clave: la arquitectura participativa. Esta se refiere al
conjunto de reglas, dinámicas y herramientas que permiten que un grupo piense y
actúe colectivamente de forma eficaz. Es, en palabras del autor, un software
social que condiciona los resultados.
Esta arquitectura puede incluir
metodologías específicas (como design thinking, círculos de diálogo o foros
deliberativos), pero también principios invisibles como la distribución del
poder, la escucha activa o la gestión del conflicto. Cada grupo necesita
encontrar su propia forma de organización participativa.
Rey advierte que uno de los
errores más comunes es subestimar la importancia del diseño en los procesos
colaborativos. Con frecuencia, se improvisa o se replica un modelo sin
adaptarlo al contexto, lo que genera frustración, simulacros de participación o
decisiones de baja calidad.
Entre los factores que favorecen
la inteligencia colectiva, el autor destaca la diversidad, la confianza y la
deliberación argumentada.
La diversidad es clave: mientras
más perspectivas se consideren, más completo será el diagnóstico colectivo. Sin
embargo, no se trata de promover la diversidad por sí misma, sino de
gestionarla adecuadamente para enriquecer el conjunto y construir una visión
más amplia.
La confianza, por su parte, es
fundamental. Sin ella, las personas no se atreven a opinar ni a expresar sus
ideas; se instala la autocensura. En el ámbito académico podría suponerse que
la confianza existe de antemano, pero también surgen temores: el de parecer
demasiado crítico, discordante o ajeno al consenso. 
A propósito de este tema, recordé
un libro de Charles Duhigg
donde se aborda la seguridad psicológica en los equipos que prosperan,
entendida como la base para que las personas se atrevan a contribuir con
autenticidad.
En cuanto a la deliberación
argumentada, no se trata solo de hablar por hablar, sino de fundamentar las
opiniones, contrastarlas con la experiencia y aprender del intercambio. Es una
conversación que combina reflexión, evidencia y apertura al aprendizaje
colectivo.
Rey también advierte sobre los
factores que obstaculizan la inteligencia colectiva: el conformismo, los sesgos
y las jerarquías rígidas, que limitan la diversidad de pensamiento y empobrecen
la deliberación.
El conformismo aparece cuando las
personas priorizan la armonía superficial por sobre la autenticidad de las
ideas. Es esa tendencia a no cuestionar lo establecido, a alinearse con la
mayoría para evitar el conflicto o la incomodidad. En contextos
organizacionales, el conformismo suele confundirse con cohesión, cuando en
realidad la verdadera cohesión se construye desde la diferencia bien
gestionada. Sin debate ni tensión creativa, los grupos terminan repitiendo lo
ya conocido, perdiendo capacidad de innovación y de autocrítica.
Los sesgos, en cambio, operan de
manera más sutil: distorsionan las interpretaciones y condicionan nuestras
decisiones sin que seamos plenamente conscientes de ello. Sesgos de
confirmación, de autoridad, de pertenencia o de género pueden filtrarse en los
procesos deliberativos, haciendo que escuchemos más a quienes piensan como
nosotros o que atribuyamos mayor valor a ciertas voces. La inteligencia
colectiva requiere, por tanto, un ejercicio de autoconciencia y humildad
cognitiva, donde cada participante reconozca sus propios límites perceptivos.
Por último, las jerarquías
rígidas constituyen una de las mayores amenazas para la colaboración genuina.
No se trata de eliminar toda estructura —pues los grupos necesitan
coordinación—, sino de impedir que el rango formal silencie la diversidad de
perspectivas. En espacios donde el poder se ejerce de manera vertical, la
conversación se empobrece y la creatividad se repliega.
La comisión a la que aludía al
principio de este texto tiene todavía mucho trabajo por delante en términos de
seguir escuchando voces valiosas y promover un ejercicio de integración y
reflexión estratégica sobre el futuro de la Facultad. Ignoro qué sucederá más
adelante, pero el solo hecho de haber conversado ya rompe un paradigma: el de
que las soluciones vienen exclusivamente “desde arriba”. En su lugar, instala
un estado de ánimo más participativo y esperanzado, propicio para impulsar
cambios genuinos y sostenibles.
Para finalizar, creo que el liderazgo
es fundamental para instalar un entorno de inteligencia colectiva,
especialmente en una universidad. No se trata de cualquier liderazgo, sino de liderazgos
multiplicadores,
capaces de crear lugares donde las personas sientan que los diálogos son
productivos, que sus contribuciones son valoradas y, sobre todo, que se trabaja
por un propósito compartido con entusiasmo y sentido.
