Introducción:
Este
jueves estoy invitado a conversar con estudiantes egresados de CEDUC, una
institución de formación técnica de mucho prestigio en la región de Coquimbo y
en el país. He preparado una charla para ellos, con el fin de motivarlos a
seguir aprendiendo destrezas técnicas, interpersonales y cultivar su buena
reputación profesional.
La
carrera ya no es lo que era:
Hace
algunas décadas, la vida laboral tenía una trayectoria bastante predecible: se
buscaba trabajo una vez, se hacía carrera en una sola organización, se ascendía
de manera relativamente lineal y, al final, se llegaba a la jubilación como una
meta cerrada. La capacitación, si existía, era principalmente interna.
Cambiarse de trabajo, emprender o ser despedido eran experiencias
excepcionales, casi traumáticas.
Hoy el
mundo ha cambiado. Y nosotros también.
Ya no
hablamos de “una carrera”, sino de múltiples etapas: períodos en distintas
organizaciones, trabajos por proyectos, emprendimientos, reinvenciones. La
carrera ya no es sólo ascendente: también es lateral, zigzagueante, incluso
oblicua. La capacitación dejó de ser una etapa que se completaba para
transformarse en un proceso continuo, muchas veces impulsado por uno mismo. La
vida no se termina a los 50 o 60… entre otras cosas porque la expectativa de
vida ha aumentado fuertemente y porque, para muchas personas, esa edad es la oportunidad
de reinventarse hacia nuevas actividades laborales.
Frente a
este nuevo escenario, surge una pregunta clave:
¿Qué
oferta soy yo para el mundo? O, dicho de otro modo:
¿Qué me hace valioso como profesional y cómo estoy cultivando ese valor?
Competencias:
Para
navegar en este nuevo paisaje profesional, es fundamental ser competente. Me
gusta el concepto “competencia” porque alude al saber hacer, más que a contar
con títulos y diplomas. Por supuesto que contar con un título o diploma debiera
significar que se es competente en aquello que el diploma indica, pero la
evidencia es que hay muchas personas que en esa condición son altamente
incompetentes o, al revés, personas que no cuentan con títulos significativos y
que son altamente competentes.
Se ha
popularizado la distinción entre dos tipos de competencias: las competencias técnico
– profesionales, mal llamadas hard skills a mi gusto y las competencias
transversales, mal llamadas soft skills para mí.
Las competencias
técnicas son aquellas propias de un oficio o profesión. Se aprenden con un
maestro, en programas de formación o capacitación, mediante ensayo y error, en
tutoriales, libros o experiencias de trabajo. Son fundamentales para configurar
la experticia que alguien
tiene en algún oficio o profesión, pero tienen un alto riesgo de obsolescencia.
Lo que sabías hacer hace 10 años, probablemente ya no alcanza. Por eso,
reciclarse y actualizarse es una tarea constante.
Por su
parte las competencias transversales que algunos expertos como Borja
Castelar, en su libro Tu futuro Trabajo prefieren llamarlas ‘power
skills’, para destacar su impacto real en el desempeño profesional.” No
dependen de la profesión, sino de cómo pensamos, interactuamos, lideramos y
resolvemos. Incluyen la empatía, la adaptabilidad, el pensamiento crítico, la
comunicación, el sentido del humor, la integridad, la capacidad de narrar una
historia o dar sentido a lo que hacemos. Muchas de ellas se aprenden en la
casa, en la vida diaria, en los grupos de pares como un grupo scout o la participación
en actividades deportivas o en lo que Ernesto Gore llama “lo informal de
lo formal”, es decir, en los márgenes de lo que supuestamente íbamos a
aprender.
Tres
modelos para pensar el futuro profesional:
Además de las
distinciones anteriores, algunos autores han propuesto marcos conceptuales que
nos ayudan a entender qué habilidades serán más valiosas en el futuro
profesional.
Patrick
Lencioni, en su libro “Los seis talentos laborales”,
plantea que los profesionales más valiosos hoy son aquellos que combinan
pensamiento, creatividad, discernimiento, influencia, facilitación y tenacidad.
En su modelo, pensar no es solo razonar, sino también cuestionar; la
creatividad implica resolver y proponer; y la influencia no se trata de
autoridad, sino de movilizar a otros. La facilitación, por su parte, es la
capacidad de ayudar a los demás a dar lo mejor de sí; y la tenacidad, ese
impulso interno que permite completar lo que se empieza. Estas competencias
apuntan a personas completas, capaces de conectar ideas, movilizar equipos y
sostener la energía hasta lograr resultados.
Emma
Sue Prince, autora de “Las siete habilidades para el futuro”,
propone otro set de habilidades clave: adaptabilidad, pensamiento crítico,
empatía, integridad, optimismo, proactividad y resiliencia. Lo interesante de
este modelo es que pone el foco en cómo las personas se comportan en contextos
inciertos. Ser adaptable hoy es más importante que ser predecible. Tener
pensamiento crítico es más útil que repetir procedimientos. La empatía y la
integridad, lejos de ser “habilidades blandas”, son condiciones esenciales para
generar confianza en un mundo donde las relaciones importan tanto como los
resultados. El optimismo, entendido como un sesgo positivo ante los desafíos,
es motor de acción, y la resiliencia permite sostener el rumbo incluso cuando
el entorno cambia bruscamente.
Mientras
Prince enfatiza la adaptabilidad frente a la incertidumbre, Daniel Pink
propone un giro cultural más amplio. En “Una nueva mente”, sostiene que
hemos pasado de una era dominada por las habilidades lógicas y analíticas
(propias del hemisferio izquierdo) a una nueva etapa donde lo decisivo será el
pensamiento creativo, relacional y emocional (más asociado al hemisferio
derecho). Propone seis habilidades esenciales para este nuevo mundo: diseño,
narración, sinfonía, empatía, juego y sentido. El diseño combina forma y
funcionalidad; la narración da contexto y emoción a los datos; la sinfonía
permite conectar elementos dispares; la empatía favorece el entendimiento
profundo del otro; el juego fomenta la creatividad y la innovación; y el
sentido conecta nuestras acciones con un propósito mayor. Son habilidades que
humanizan el trabajo y nos preparan para tareas que no pueden automatizarse
fácilmente.
Hoy más
que nunca, las organizaciones valoran estas habilidades. Porque en un entorno
incierto, donde los cambios son rápidos y las respuestas no siempre están
escritas, necesitamos personas que sepan colaborar, sostener conversaciones
difíciles, crear soluciones nuevas, sostenerse en la presión, y no perder el
sentido de lo que hacen.
Capital
profesional: el nuevo patrimonio:
Con este
marco, propongo pensar en uno mismo como un profesional que cultiva capitales
no financieros, sino capitales personales y profesionales intangibles que
definen nuestro impacto:
Capital
humano: tus conocimientos, habilidades, actitudes,
experiencias. Aquí viven tus títulos, tus cursos, pero también tus talentos
personales y tu aprendizaje informal. ¿Estás invirtiendo en ti mismo? ¿Estás
volviéndote experto en algo que aporte valor real?
Capital
relacional: tu red de vínculos. La red de conocidos, colegas,
excompañeros, mentores y también la red de conocidos de tus conocidos. Esta red
no crece sola. Hay que cuidarla, alimentarla, hacerla circular con generosidad
y propósito. Es tu principal fuente de oportunidades.
Capital
reputacional: lo que proyectas y lo que los demás perciben de
ti. Tu marca personal es intencional: la narrativa que eliges contar. Tu
reputación es emergente: lo que los demás dicen cuando tú no estás. Ambas se
construyen con acciones pequeñas y consistentes: cumplir tus compromisos,
reconocer tus errores, saber decir que no, y comunicar de manera honesta quién
eres y qué ofreces.
La
coherencia entre marca y reputación:
Uno de los
grandes desafíos es lograr coherencia entre la marca personal que construimos y
la reputación que cosechamos. Puedes trabajar muy bien tu imagen pública, pero
si no va acompañada de comportamientos consistentes, será percibida como una
estrategia vacía.
Por eso,
es clave cuidar tus promesas. ¿A quién le haces promesas? ¿Qué tan impecable
eres para cumplirlas? ¿Qué haces cuando no puedes cumplirlas? A veces basta con
renegociar a tiempo, explicar, comunicar. Otras veces, incluso un buen reclamo
es una oportunidad para fortalecer la confianza.
Recuerda:
la marca personal es la semilla, la reputación es el fruto. Cultivar una sin
cuidar la otra es un error costoso. Ambas son parte de tu capital profesional.
Ejercer
la profesión como un aprendizaje permanente:
Todo esto
nos lleva a una idea central: ejercer tu profesión es, al mismo tiempo, una
manera de aprenderla. Cada proyecto, cada cambio de trabajo, cada relación
laboral es una oportunidad de aprendizaje. Incluso las experiencias difíciles
—ser despedido, equivocarse, ser cuestionado— pueden ser puntos de inflexión si
nos detenemos a aprender de ellas.
En lugar
de preguntarte únicamente “¿qué título tengo?” o “¿dónde trabajé?”, es mucho
más poderoso preguntarte: ¿Qué aprendí en los últimos 3 años?, ¿Qué errores me
enseñaron algo profundo?, ¿Qué conversaciones me marcaron?, ¿Qué quiero dejar
como legado?
En un
mundo que cambia rápido, el verdadero experto no es quien lo sabe todo, sino
quien tiene la capacidad de aprender, desaprender y volver a aprender. Quien se
reconoce como un aprendiz permanente.
En este
nuevo mundo del trabajo, no basta con tener experiencia: hay que seguir
cultivándola. Tu valor profesional está en constante construcción. Ser
intencional, reflexivo y abierto al aprendizaje ya no es una opción, sino una
necesidad. El capital profesional no se hereda: se cultiva.
Preguntas
para tu desarrollo:
Te dejo
algunas preguntas para acompañar tu reflexión y te invito a seguir en contacto.
¿Qué
hard skills necesitas actualizar para mantener tu vigencia?
¿Qué
power skills son tus fortalezas naturales? ¿Cómo las sigues desarrollando?
¿Qué
power skills necesitas mejorar? ¿Tienes referentes o aliados para eso?
¿Qué
imagen proyectas? ¿Es coherente con lo que haces?
¿Cómo
gestionas tus promesas? ¿Tu palabra tiene peso?
¿Quién
te recomendaría hoy con entusiasmo? ¿Quién te buscaría nuevamente?