Trabajé muchos años en una institución de
educación superior y me correspondía asistir a reuniones de distinto tipo. Yo
observaba que las reuniones eran largas, no había agenda precisa, se perdía el
foco, no se tomaba acta, había personas que divagaban, había juegos de poder y
otras situaciones incómodas como chivos expiatorios, como hablar mal de los
ausentes y un largo etc, etc. Sobre todo, me parecía que la concepción de
tiempo que tenían quienes dirigían la reunión y algunos participantes era tan
laxa, como si el tiempo invertido en una reunión no fuera importante o el costo
de oportunidad de estar en esa reunión y no dedicándolo a o otra cosa no fuera
una variable importante.
Al principio pensé que sólo me pasaba a mi
pero luego empecé a descubrir que a varias personas más, incluso mucho más
antiguas que yo en el equipo les pasaba lo mismo, pero nadie decía nada. Es
cierto, quienes estaban a cargo de dirigir al grupo, tampoco preguntaban o
exploraban las opiniones del grupo en esas reuniones, pero insisto en que lo
que me llamaba la atención era el fenómeno del silencio, nadie decía nada y
todos hacían – hacíamos esfuerzos porque nuestro lenguaje no verbal no fuera a
delatar la conversación interna que cada uno sostenía, como si fuera un juego
de poker.
Este fenómeno de silencio, en contextos en
que hay un grupo de trabajo y una figura de autoridad, lo he visto muchas veces
y lo he vivido personalmente en distintos trabajos y proyectos y siempre me he
preguntado, ¿por que no habrá alguien valiente que muestre lo que está pasando
o emita públicamente una opinión que posibilite cambiar el estado de cosas?
Y creo que esto se relaciona con una idea de la inteligencia. Lo inteligente es quedarse callado, ya que el que piensa “voy a hablar”, debe juzgar cuales podrían ser las consecuencias si dice lo que dice, y si advierte consecuencias negativas de cualquier tipo lo inteligente parece ser quedarse callado. Estas consecuencias negativas pueden ser de distinto tipo: un comentario crítico de vuelta, la no invitación a una reunión posterior, el mote de conflictivo, el silencio cómplice del grupo, la pérdida de trabajo, etc. Tampoco la consecuencia tiene que ser directa, puede haber alguien que haya “cometido el error” de hablar y ese otro sufrió las consecuencias, por lo cual vicariamente el aprendizaje es a quedarse callado.
Sin embargo, el problema con esto no es de
inteligencia individual, sino que de inteligencia organizacional, ¿no seria
mejor que si esa percepción y esos juicios son colectivos, compartidos por
varios, se llevara a debate, se expresara, para poder realizar correcciones al
desempeño del jefe o al desempeño del equipo?, ¿no expresaría eso un nivel de
inteligencia organizacional superior, ya que quien lidera al grupo tendría
feedback para modificar su desempeño y el equipo podría sentir más confianza y
mejorar su desempeño colectivo?, además ¿por que suponer que quien no ve lo que
todo el equipo ve lo haga con malas intenciones o con un afán negativo?, tal
vez sólo sea ceguera.
Quisiera hacer dos comentarios de contexto.
El primero es aclarar que no estoy hablando
de tener un acceso privilegiado a la realidad de las cosas y que sólo yo, en la
experiencia que tengo, pueda acceder para situarme en un lugar superior a los
demás. Dicho de otro modo, siempre estamos en el terreno de las opiniones y de
ahí no vamos a salir. Sin embargo, si esa opinión es compartida por el equipo,
si se traduce en un nivel de malestar colectivo, ¿no será conveniente
compartirla explícitamente y redefinir las condiciones de trabajo, de las
reuniones en el ejemplo que cito?
El segundo tiene que ver con cual es el rol
del líder o de quien dirige a un equipo de trabajo. En mi opinión, es una tarea
importante del líder cautelar que haya un estado de ánimo positivo, entusiasta,
desafiante en el equipo de trabajo y, si bien las opiniones pueden ser
discutibles, el hecho de indagar como las personas se sienten, que opinan
respecto de algo y mostrar “apertura” mejora su desempeño de manera notable.