Reconozco que este libro me ha
golpeado un poco en mis creencias. En general me precio de ser un hombre
ordenado, metódico, que hace listas de tareas, lleva una agenda diaria y
programa su trabajo para aprovechar bien el tiempo. Me “descoloco” cuando la agenda
se desprograma o cuando un contratiempo me saca del orden planificado.
Según Tim Harford, vivimos en una
época obsesionada con el orden: planificamos, medimos, estandarizamos y
automatizamos casi todo lo que tocamos. En las organizaciones, esto se traduce
en procedimientos, indicadores, protocolos y “buenas prácticas” que prometen
eficiencia, control y seguridad. Pero ¿y si esa obsesión estuviera jugando en
nuestra contra?, privándonos de oportunidades valiosas de aprendizaje,
creatividad e incluso libertad.
En su libro, Harford propone una
idea tan simple como incómoda: el desorden, bien entendido, no es el enemigo de
la eficacia, sino una de sus fuentes más profundas. No se trata de glorificar
el caos, sino de reconocer que la creatividad, el aprendizaje y la adaptación
emergen precisamente allí donde el control no es total.
Uno de los aportes más potentes
del libro es desmontar la falsa dicotomía entre orden y desorden. Los sistemas
reales —la vida, el trabajo, las organizaciones— no avanzan de forma lineal ni
perfectamente planificada. El progreso ocurre en la tensión: el orden permite
consolidar y escalar; el desorden permite explorar, equivocarse y descubrir.
Cuando el orden se vuelve
excesivo, los sistemas se vuelven eficientes pero frágiles. Funcionan bien
mientras el contexto no cambia. Pero cuando cambia —y siempre cambia— pierden
capacidad de respuesta. El desorden, en cambio, introduce variación, y la variación
es información. Allí aparece el aprendizaje.
Esto me hace mucho sentido.
Pienso, por ejemplo, en lo hermoso que es andar de viaje y equivocarse de calle
en medio de un recorrido, lo que te lleva a descubrir algo que no estaba
diseñado previamente. O en una lluvia inesperada que te saca de la rutina y
termina convirtiéndose en un recuerdo inolvidable.
En los capítulos dedicados al
trabajo y la colaboración, el mensaje es claro: los sistemas complejos no
responden bien al control centralizado. A medida que crecen, intentar
gobernarlos desde arriba con reglas detalladas genera efectos no previstos,
cuellos de botella y pérdida de información local.
El desorden distribuido
—autonomía, margen de decisión, espacio para el error— no es anarquía. Es una
forma de inteligencia colectiva. Permite que quienes están más cerca del
problema ajusten, improvisen y respondan mejor. Desde esta mirada, liderar no es
controlar más, sino diseñar condiciones para que el sistema aprenda.
Otro eje central del libro es el
rol del error. Harford plantea algo profundamente contraintuitivo para muchas
culturas organizacionales: el error no es un fracaso, es información. Los
sistemas que lo castigan lo esconden, y al esconderlo, dejan de aprender.
Algo similar ocurre con los
incentivos y las métricas. Cuando todo se mide, las personas optimizan la
métrica, no el propósito. Aparecen la simulación, el cumplimiento defensivo y
la pérdida de sentido. No todo lo valioso es medible, y no todo lo medible es
valioso. Peor aún, al querer medirlo todo, suelen aparecer indicadores
perversos que incentivan precisamente lo que se quería evitar.
En los capítulos finales, el foco
se desplaza hacia la automatización, la resiliencia y la vida cotidiana. Aquí
Harford es especialmente claro: la eficiencia perfecta es una ilusión
peligrosa. Funciona solo bajo supuestos de estabilidad que rara vez se cumplen.
Los sistemas resilientes
mantienen holguras: tiempo no planificado, recursos ociosos, redundancias.
Desde la lógica de la planilla excel, eso parece desperdicio. Desde la lógica
de la vida real, es una inversión en capacidad de respuesta. Esto me recuerda
un gran trabajo de Juan
Carlos Eicholz, “capacidad adaptativa”, la que define como la habilidad de
individuos y organizaciones para ajustar pensamientos, estrategias y
comportamientos ante entornos cambiantes e inciertos, evolucionando con
propósito en lugar de solo reaccionar pasivamente.
Me gustó mucho el libro. Me
parece una invitación a mirar el desorden como una oportunidad y no como un
castigo. Por supuesto, no todo es blanco o negro: en el manejo de una central
nuclear quisiera orden, metodicidad y planificación; en un viaje de placer, en
cambio, preferiría algo de desorden e improvisación.
Este concepto “improvisación
experta” me hace mucho sentido, ya que no es improvisar desde la nada, sino
desde la experiencia. No es improvisar porque no se sabe, sino porque se sabe
lo suficiente: una forma de actuar que algunos autores como Schön y Argyris describen
como la posibilidad de soltar reglas sin perder criterio.
Esto me recuerda una anécdota que
cuenta Guillermo
Echevarría en su libro “cómo hacer que las cosas pasen”, donde relata que
mientras daba un taller en una escuela de negocios, se cortó la luz y la sala
quedó totalmente a oscuras. Ante la sorpresa de los asistentes, él decidió no
suspender el seminario sino seguir la conversación en la oscuridad. Lo que
comenzó como un imprevisto, terminó siendo una de las experiencias más valiosas
del grupo: el diálogo fluyó con naturalidad, la participación fue intensa y los
participantes valoraron la calidad de la interacción sin depender de apoyos
visuales como presentaciones o materiales.
Creo que el aporte del libro
sigue siendo muy potente: nos obliga a cuestionar una creencia profundamente
instalada —que más control siempre es mejor— y a pensar el desorden no como una
falla, sino como una capacidad a desarrollar. Y quizás, también, a relacionarnos
con un poco más de calma cuando la agenda, inevitablemente, se desordena.

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