Hace ya un buen tiempo que me
interesa comprender los juegos de poder que se dan al interior de las
organizaciones, por lo que he estado revisando material sobre el tema, como el
libro Las
48 leyes del poder de Robert Greene. Acabo de terminar la lectura de La
Anatomía del Poder de John Kenneth Galbraith, un libro publicado en 1984,
tal vez algo antiguo, pero con ideas interesantes a considerar.
Para quienes quieran conocerlo
más, pueden ver su perfil en
Wikipedia.
La tesis central del libro es que
el poder no es misterioso ni metafísico: es un fenómeno observable, medible y
explicable por sus formas, fuentes y mecanismos de transmisión. El libro
intenta desmontar la idea de que el poder es un atributo exclusivamente
individual o moral y propone entenderlo principalmente como un fenómeno
organizacional, inscrito en estructuras modernas de producción, administración
y comunicación.
Para el autor, el poder se define
como “la capacidad de lograr que otros hagan lo que de otra manera no harían”.
Me parece una definición simple que enfatiza tres elementos importantes: (1) capacidad:
el poder no es acción directa, sino la posibilidad de inducirla; (2) relación
social: siempre implica interacción entre un agente que ejerce poder y otro
que responde a él; y (3) contrafactualidad: el poder se verifica
comparando la acción inducida con lo que habría ocurrido sin esa intervención.
Me gusta más la definición de
Galbraith que la de Bertrand
Russell, quien lo define como: “la producción de los efectos deseados” que
me resulta más difícil de comprender, aunque también comparte este enfoque
práctico, ya que decimos que alguien es poderoso cuando logra lo que desea.
Para Galbraith, toda
manifestación de poder que produce obediencia puede reducirse a una de tres
formas fundamentales. Estas formas son los mecanismos concretos por los cuales
la capacidad de influir se traduce en conducta.
La primera es el poder
condigno, basado en la coerción o el castigo, real o potencial. En esta
forma de poder, el costo de no obedecer es tan alto que la persona opta por el
comportamiento deseado. Se caracteriza por ser inmediato y claro, pero también
inestable, costoso y difícil de sostener a gran escala.
El segundo es el poder
compensatorio, que se basa en la promesa de recompensas, induciendo la
acción al ofrecer un beneficio material o simbólico. Es más eficiente y estable
que la coerción y domina en sociedades de mercado.
Y en tercer lugar está el poder
condicionado, que se basa en la persuasión, la educación, la modificación
de creencias o la manipulación simbólica. El receptor quiere hacer lo que el
poder pretende porque ha internalizado cierto marco mental. Es la forma más
sutil, duradera y menos visible. No requiere castigos ni pagos.
El autor identifica además tres
fuentes históricas del poder:
La primera es la personalidad:
el carisma, la inteligencia, la destreza estratégica, el prestigio personal. Es
la fuente más antigua, asociada a líderes militares, religiosos o políticos,
pero en el mundo moderno es marginal frente al poder de las organizaciones.
La segunda es la propiedad,
la posesión de recursos económicos, ya que con ellos se puede influir sobre el
comportamiento de las personas “pagándoles” por subordinarse.
Finalmente, la tercera es la organización,
que es la gran fuente de poder en las sociedades industrializadas, combinando
recursos, especialización, información y coordinación. Para Galbraith, la
organización moderna ha desplazado a la propiedad y a la personalidad como las
verdaderas bases del poder efectivo. Una corporación, un partido político o un
Estado burocrático concentran capacidades de acción que ningún individuo puede
igualar.
Me interesa mucho el poder en
y de las organizaciones. Al respecto publiqué un post hace tiempo con
las reflexiones de Pfeffer
sobre el tema.
Para que una organización ejerza
poder, requiere instrumentos que permitan transmitir órdenes y obtener
obediencia. Galbraith señala tres:
El primero es la organización
interna: la estructura jerárquica, la división del trabajo y los
procedimientos que alinean a miles de integrantes hacia objetivos comunes.
Segundo, la afiliación, la
creación de lealtades: sentimiento de pertenencia, identidad corporativa,
nacionalismo, doctrinas partidarias. Convierte el poder condicionado en un
recurso estable.
Y tercero, el parecer legítimo,
ya que cuando la obediencia se percibe como moralmente justificada o natural,
el poder casi desaparece como tal. Aquí operan la educación, la ideología y los
relatos institucionales.
Un tema que aborda en el libro y
que me pareció muy sugerente es su reflexión sobre la invisibilidad del
poder, al señalar que la forma más efectiva de poder es aquella que se
naturaliza, se vuelve parte del sentido común y ya no se reconoce como poder.
Esto ocurre especialmente con las normas sociales, el conocimiento experto, los
discursos mediáticos, la estructura corporativa y las creencias dominantes. El
poder condicionado, cuando es exitoso, se convierte en invisibilidad cultural.
Además, me resultó muy sugerente
su afirmación de que toda forma de poder genera, inevitablemente, una
correspondiente forma de resistencia, porque el poder, al inducir conductas
que los individuos u organizaciones no adoptarían naturalmente, produce
tensiones que buscan reequilibrarse. La resistencia puede ser explícita
(oposición abierta, protesta, conflicto laboral, disidencia política) o
implícita (evasión, ineficiencia deliberada, sabotaje pasivo, manipulación de
información).
Así como existen tres formas de
poder —condigno, compensatorio y condicionado— también emergen tres tipos de
resistencia asociada: frente a la coerción (desobediencia, fuga,
violencia), frente a los incentivos (negociación de recompensas, manipulación
de métricas) y frente a la persuasión (crítica ideológica, contra-narrativas,
creación de marcos alternativos). Para Galbraith, la resistencia no es una
anomalía del sistema, sino parte constitutiva de él.
Galbraith enfatiza que la
resistencia se vuelve especialmente compleja en sociedades avanzadas donde
domina el poder condicionado. Allí, la lucha no es tanto contra castigos o
incentivos visibles como contra creencias internalizadas y legitimaciones aparentemente
naturales. Por eso, la resistencia moderna toma la forma de competencia de
ideas, disputas simbólicas y batallas por el control del discurso. Y dado que
el poder más eficaz es el que se vuelve invisible, la resistencia más relevante
es aquella que logra desnaturalizar y hacer visible lo que antes se asumía como
obvio o técnico. En este sentido, la resistencia no solo contiene al poder,
sino que lo revela, devolviéndolo al plano del juicio crítico y de la
deliberación pública.
La anatomía del poder es
un esfuerzo por volver visible aquello que suele operar bajo la superficie de
la vida social: las estructuras, incentivos y narrativas que organizan nuestra
conducta cotidiana. Galbraith muestra que el poder no reside en voluntades
individuales excepcionales, sino en los entramados organizacionales, las
rutinas institucionales y los marcos simbólicos que damos por descontados. Su
tesis —que el poder es más efectivo cuanto menos se nota, y más democrático
cuanto más se revela— invita a mirar con mayor lucidez el funcionamiento de
empresas, gobiernos, partidos y medios, entendiendo que en todos ellos conviven
formas de obediencia y formas de resistencia. Aunque escrito hace cuarenta
años, el libro conserva plena actualidad porque propone algo que sigue siendo
urgente: aprender a reconocer el poder donde realmente está y mantener
despierta la capacidad crítica para interrogarlo.
Aun con su claridad conceptual,
el enfoque de Galbraith también ha recibido críticas. Su tipología de tres
formas de poder (condigno, compensatorio y condicionado) puede ser considerada
muy simple para capturar la complejidad de las relaciones de poder contemporáneas.
El poder no solo tiene que ver con conductas observables, sino que moldea
deseos, percepciones e identidades, operando en dimensiones más profundas y
menos visibles que las contempladas por Galbraith. También se ha señalado que
su énfasis casi exclusivo en las organizaciones como fuente principal de poder
deja en segundo plano estructuras sociales más amplias, como el género, la
clase o la cultura, que condicionan silenciosamente las posibilidades de acción
de individuos y grupos.
Otra crítica apunta a que su
mirada es excesivamente optimista respecto de la racionalidad de las
organizaciones. El autor dedica poca atención a los conflictos, abusos,
desigualdades y formas de dominación que pueden emerger en esas mismas
estructuras organizacionales. Su aproximación resulta muy adecuada para
analizar la corporación industrial del siglo XX, pero menos para examinar el
poder distribuido en redes, la influencia de los algoritmos, o la dinámica del
poder informal en grupos y comunidades. Aun así, estas limitaciones no
disminuyen el valor de su contribución; más bien subrayan que su obra es un
punto de partida sólido que requiere complementarse con otros enfoques para
construir una mirada más completa sobre el poder.
Creo que hay muchos temas en los
que se puede profundizar: ¿cómo se gana poder y cómo se pierde?, ¿qué distingue
su uso legítimo de su uso ilegítimo?, y, en el ámbito organizacional, ¿cómo
quienes lideran utilizan su poder para lograr los objetivos de la organización?
En este sentido, aproximarse al
poder con la mirada analítica de Galbraith permite ampliar la comprensión de un
fenómeno que nos atraviesa en lo cotidiano, aun cuando rara vez lo conversemos
explícitamente. Tengo la impresión de que muchas veces nos da pudor hablar
abiertamente del poder en el ámbito organizacional, aun cuando cualquier
persona que trabaja en una organización se da cuenta de su omnipresencia.
Reconocer las distintas formas
que adopta el poder, las fuentes que lo sustentan y las resistencias que
inevitablemente despierta, no solo clarifica cómo operan las organizaciones,
sino también cómo operamos nosotros dentro de ellas: qué incentivos aceptamos,
qué discursos internalizamos y qué espacios de acción dejamos sin explorar.
A mí me queda la sensación de que
estudiar el poder no es un ejercicio meramente teórico, sino un espacio
importante de reflexión, por lo que es necesario transformarlo en una conversación
más abierta y menos tabú: mirarlo sin ingenuidad, pero también sin caer en el cinismo,
como una energía que puede usarse para sostener proyectos, coordinar esfuerzos
y generar valor colectivo. Seguiré profundizando en estas lecturas y, sobre
todo, observando cómo estas ideas dialogan con la práctica real en las
organizaciones en las que participamos.
Continúo investigando el tema.
